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A poco menos de dos meses de estar separada, tuve mi primera crisis. En la mayoría de los seres humanos normales eso se traduce en: volver del trabajo, ver el departamento vacío y tirarse en la cama a llorar.
Podría haber sido, pero no.
El día que me dí cuenta que ya no tenía matrimonio, había trabajado más de 12 horas. Un amigo me llamó al celular para que lo acompañara a una de esas fiestas de fin de año que abundan por los meses de noviembre y diciembre. Dudé unos instantes hasta que dijo: “Hay alcohol gratis”. Apagué la computadora y fui.
El lugar explotaba. De gente y de olor a gente. Efectivamente el alcohol circulaba y, para ponerme a tono con el grupo, tomé una copita de champagne. Una hora y media después el total de copitas sumaba 12.
Esa misma manada de seres desvencijados de la cual formaba parte se movió a un bar cercano para seguir despidiendo el año. A partir de allí no tengo un recuerdo claro de la noche. Sí que reía a carcajadas. El matrimonio ya había pasado y ahora estaba en mi mejor momento.
La noche trascurrió más o menos desordenada, o por lo menos así están los recuerdos en mi cabeza. Esa fue mi crisis. Una loca descontrolada por la ciudad, a carcagajas limpia!.
Algo mareada, sola y desnuda dentro de la bañadera, con la ducha prendida y la cortina del baño caída sobre el piso mojado, fue la situación que protagonicé la mañana siguiente en mi departamento. Con el correr del día mis amigas fueron armando el rompecabezas. Resultó ser que dos de ellas me habían encontrado en el baño del bar un tanto "ida". Se encargaron entonces de subirme a un taxi. Una de ellas y el taxista me habían acompañado hasta la puerta del edificio. Mi amiga había subido a mi dpto, me había abierto la puerta y depositado dentro.
Todas las crisis representan una oportunidad. En mi caso, fue la oportunidad de volver a emborracharme como cuando tenía 15 años.